viernes, 12 de noviembre de 2010

IRLANDA Y EL DÍA DEL JUICIO FINAL EN LOS MERCADOS

De nuevo retumban en los mercados financieros los tambores lejanos que anuncian días de llanto y crujir de dientes para los países periféricos de la zona euro. La “movida” actual tiene a Irlanda como principal protagonista ya que, según las previsiones, concluirá este ejercicio con un casi inimaginable déficit del 32% del PIB. Los expertos afirman que la situación presupuestaria del antiguo “dragón celta” es insostenible y que su Gobierno se verá obligado a pedir el auxilio del Fondo de Rescate Europeo y quizás también del FMI.
Lo curioso del caso es que el país tiene de momento dinero suficiente para hacer frente a los pagos de intereses y vencimientos de deuda, y no necesita captar nuevos fondos hasta mediados del próximo año. Pero los mercados, ay los mercados, tratan de anticiparse a lo que vendrá en el futuro, si es que viene. Nos encontramos así con una fuerte presión vendedora que ha hecho caer la cotización de los títulos ya emitidos por la República de Irlanda hasta situar la rentabilidad en un nivel récord desde la puesta en circulación del euro: el 8,6 frente al 2,4 anual que ofrece la deuda alemana. Téngase en cuenta que cotización en los mercados y rentabilidad se mueven en direcciones opuestas.
El miedo guarda la viña, decían nuestros abuelos. Y si hay un lugar común en los mercados es que el dinero es muy miedoso, lo más miedoso que existe. El miedo está inflando la burbuja del oro, como ha explicado brillantemente en su blog personal mi buen amigo José Morilla; y el miedo es la causa de que los inversores internacionales hayan caído en el comportamiento “antinatura” de comprar la deuda alemana a unos precios que, en la práctica, significan prestar el dinero gratis. Esto es una bendición para el Gobierno de Ángela Merkel y una desgracia para todos los demás, que indefectiblemente tienen que cargar con un sambenito llamado “diferencial con la deuda alemana en puntos básicos”.
No creo que entre los lectores de ZD haya muchos interesados en comprar deuda pública emitida por el Gobierno de Irlanda. Pero imaginemos que entre nosotros vive un patriota irlandés que, además de patriota, es ahorrador y está pensando en qué hacer con su dinero. Pongamos que dispone de la muy considerable cantidad de 100.000 euros. Puede que su cabeza de inversor, prudente y temerosa, le aconseje un traslado al refugio alemán. Pero su corazón le dirá, especialmente cuando va al pub a tomarse unas pintas y oye algunos cánticos que le traen el recuerdo de su tierra verde y brumosa, que si hace eso va a ayudar a los que están empujando a su país hacia el abismo.
Nuestro hombre vuelve a casa preso en un mar de dudas y decide resolverlas tirando de calculadora. Resulta que los títulos que su Gobierno colocó en el pasado con un interés nominal del 4% ofrecen ahora el 8,6%. Esto quiere decir que un bono a diez años, con un valor nominal de 1.000 euros, puede adquirirse en el mercado por unos 750 euros. A la vista de esos números, decide hacerle caso a su corazón de patriota y transmite a su banco la orden de invertir 50.000 euros en bonos del estado irlandés. Como todavía conserva un cierto grado de prudencia y además siente grandes simpatías por España, los otros 50.000 los coloca en un depósito a plazo de los que anuncian a bombo y platillo nuestras entidades financieras. Veamos ahora los dos posibles escenarios a los que se enfrentará nuestro irlandés ahorrador.
Si los temores agoreros de los mercados no se cumplen, este hombre sentirá que la felicidad habita en su casa. Sus 100.000 euros iniciales se habrán convertido, al cabo de 10 años, en unos 164.000 si opta por gastar los intereses en celebraciones en el pub con sus amigos; y en casi 200.000 si, más virtuosamente, opta por reinvertir los intereses para así disfrutar de las maravillosas vistas que ofrece a los ahorradores el interés compuesto.
En el segundo escenario se oyen de fondo las trompetas del Juicio Final. Irlanda, de acuerdo con los pronósticos más sombríos, ha caído en default, como dicen ahora los cronistas, es decir, ha suspendido pagos y está negociando con los mandamases del FMI y de la Comisión Europea los términos del plan de rescate y reestructuración de su deuda. Nuestro hombre, azotado por el desastre, aún tiene fe en que Irlanda, con la ayuda de San Patricio y de los riñones a la plancha del Bloomsday, seguirá siendo Irlanda por los siglos de los siglos. Consigue encontrar en el fondo de su corazón el coraje para no dejarse vencer por el miedo y transmite a su banco la orden de invertir los otros 50.000 euros en unos bonos que ahora están prácticamente regalados, quizás al 40% de su valor nominal o menos.
Una vez ejecutada la orden, nuestro héroe posee 191 bonos ( 66 de la primera inversión y 125 de la segunda) que le convierten en acreedor del Gobierno de Irlanda por una cantidad total de 267.400 euros en un plazo de 10 años: 76.400 de los intereses anuales a razón del 4% al que fueron emitidos los títulos y otros 191.000 de la amortización. Naturalmente los técnicos del FMI y de la Comisión Europea, y sobre todo los “halcones” del Bundesbank, exigirán que el acuerdo para el rescate y la reestructuración de la deuda se haga con una quita sustancial, quizás del 50% o más del valor nominal de los títulos. Pero el Gobierno de Irlanda estará deseoso de recuperar cuanto antes la confianza de los mercados y exigirá que le dejen hacer honor a sus compromisos de pago. En este tira y afloja, lo más probable es que la quita no vaya más allá del 40%, lo cual quiere decir que los bonos se amortizarán a 600 euros. Nuestro inversor habrá visto recompensada la fe en su país con la obtención de unos 191.000 euros entre intereses y amortización, que tampoco está nada mal en términos de rentabilidad anual.
Nótese que en cualquiera de los dos escenarios, el optimista y el catastrófico, con los precios actuales a nuestro irlandés le sale más rentable prestarle el dinero a su propio país que prestárselo a Alemania, aunque en el transcurso de todo el episodio es probable que haya pasado alguna noche sin dormir. De todo lo cual podemos extraer algunas conclusiones.
La primera, que los mercados exageran en su valoración del riesgo país, como exageran en los bandazos que dan con la renta variable. La segunda, que no conviene dejarse arrastrar por el miedo ni por los titulares alarmistas de los medios de comunicación. La tercera, que quien dispone de una buena reserva de liquidez y de valor para jugársela en el momento oportuno es el dueño y señor del juego y puede obtener grandes beneficios cuando llegan las épocas de fuertes turbulencias. Y la cuarta, que España no es Irlanda (ni tampoco Portugal o Grecia), pero si un día llegara a serlo, lancémonos al ruedo y que Dios reparta suerte.

martes, 2 de noviembre de 2010

LAS RECETAS BASURA DEL PIQUETERO GDF

Como todo el mundo sabe, analizar el pasado es muchísimo más fácil que predecir el futuro. Los repetidos fracasos de la ciencia económica en el intento de conocer con antelación lo que va a suceder a medio o largo plazo han inspirado una definición poco caritativa de los profesionales que se dedican a esta rama del saber. Según esta definición, los economistas son unos sabios que primero pronostican cuál será el comportamiento del sistema productivo y después explican por qué no ocurrió lo que pronosticaron.
Ahora seguimos inmersos en lo peor de una crisis cuya magnitud muy poquitos vieron venir, una crisis de salida más que incierta y en relación con la cual resulta más arriesgado que nunca hacer pronósticos de futuro. Una prueba de la desorientación general son las recientes palabras del Presidente de la Reserva Federal norteamericana, Ben Bernanke, para quien “los tipos de interés al 0 por ciento resultan demasiado altos”. Pero en medio de ese desconcierto, algunos no sólo no se arredran, sino que se atreven a ofrecer recetas merecedoras de grandes titulares en los medios de comunicación. “De la crisis se sale –ha dicho en días pasados el todavía Presidente de la CEOE, Gerardo Díaz Ferrán- trabajando más y, desgraciadamente, cobrando menos”.
Quiero creer que semejantes palabras habrán reducido un poco más el número de españoles que estarían dispuestos a comprarle un coche de segunda mano al señor Díaz Ferrán. De hecho, los propios vicepresidentes de la patronal no parecen confiar mucho en él y le han convencido para que convoque elecciones. Estamos ante unas palabras que por sí mismas retratan la calidad de la gestión empresarial que es capaz de llevar a cabo el Presidente de la CEOE, gestión coronada en los últimos tiempos por "éxitos" tan clamorosos como el de Air Comet o el de Viajes Marsans. Entre las respuestas que se dieron al líder de la patronal destacó por su sensatez la de José Manuel González Páramo, miembro del Comité Ejecutivo del Banco Central Europeo: “no tenemos que trabajar más, sino trabajar mejor y ser más productivos”.
¿En qué consiste trabajar mejor? Esa podría ser, como se dice en el lenguaje de la calle, la pregunta del millón. Pero yo supongo que trabajar mejor consiste en organizar la producción y el tiempo que dedicamos a la actividad laboral de tal modo que consigamos ser más eficientes. Esa mayor eficiencia –ligada siempre a los avances tecnológicos- debería llevarnos a mantener nuestro nivel de vida o incluso a mejorarlo dedicando a ese objetivo menos horas de trabajo y disponiendo por tanto de más tiempo para el ocio, para la vida familiar y el cultivo de la propia persona.
Es verdad, según las estadísticas, que España es una de las economías desarrolladas que más competitividad (esa palabreja) ha perdido en los últimos años. Por ejemplo, en relación con Alemania ya hemos perdido un 25 por ciento al parecer. Pero resulta que los alemanes, en promedio, tienen unas jornadas anuales bastante inferiores a las españolas. Y el problema no está en los salarios que, como ya escribí antes de la huelga del 29-S, vienen perdiendo poder adquisitivo a razón de más de un punto por año desde hace bastantes años. La pelota –el problema- está en el tejado de los que tienen competencias para decidir cómo se organiza la producción, cuánto se invierte en nuevas tecnologías o nuevas infraestructuras, etc. Es decir, el problema está en el tejado de la clase empresarial y del Gobierno, porque la clase trabajadora no para de aportar nuevos sacrificios, el mayor de los cuales son los más de cuatro millones de desempleados.
Una propuesta como la de Díaz Ferrán –llevada a sus últimas consecuencias- nos retrotraería a la época de la revolución industrial. Una propuesta tan primaria, tosca y poco tecnificada nos ayudaría sin duda a ser más competitivos (como lo éramos hace más de medio siglo y por eso venían a instalarse aquí las multinacionales). ¿Pero cuál sería el precio? ¿De nuevo la vuelta a jornadas de trabajo de 16 horas diarias siete días a la semana, la supresión de las vacaciones pagadas y las pagas extra, la desaparición del salario mínimo, la anulación de los convenios? El hasta ahora líder de la patronal representa una corriente de pensamiento que desearía basar la competencia por ganar o mantener cuotas de mercado en una explotación creciente de la mano de obra. Una corriente contraria a lo que ha sido el sentido del progreso (al menos en Europa) durante los últimos siglos. Y en esa corriente contraria al sentido del progreso hay que inscribir, por desgracia, la reciente reforma laboral impulsada por el Gobierno de Rodríguez Zapatero, una reforma que ha erosionado gravemente el derecho constitucional a la negociación colectiva.
Desde mi punto de vista, una de las claves de la crisis actual y de la llamada globalización es la excesiva duración de las jornadas laborales. Esto genera un exceso de capacidad productiva que no hay forma de colocar entre los consumidores, y de ahí surgen las tensiones por las cuotas de mercado, tensiones que en el pasado desembocaron en guerras varias y que ahora mismo se están concentrando en la guerra de divisas que llevan a cabo los principales países del G-20. No es la primera vez en la historia económica que los países intentan derivar sus crisis hacia otros mediante la devaluación más o menos artificial de sus monedas. Y como ha ocurrido otras veces en el pasado, sólo un salto gigantesco en los niveles de consumo (o las necesidades de reconstrucción después de una guerra) permitirían que la maquinaria productiva global funcionase a pleno rendimiento y volviera a perfilarse en nuestro horizonte la posibilidad de conseguir el pleno empleo. El problema es que ahora sabemos que el incremento continuado del consumo mundial nos coloca frente a un desafío aún mayor que la crisis: el propio equilibrio ecológico del planeta y a más largo plazo la propia supervivencia de la especie humana.
Quizá deberíamos hacer un esfuerzo por sustituir la filosofía de la competitividad por la filosofía de la eficiencia. La primera nos lleva a un callejón sin salida en el que cada uno quiere mejorar su cuota cuando la tarta global no puede crecer lo suficiente para dar satisfacción a todos. La segunda nos abre un horizonte (utópico, si se quiere) en el que sería perfectamente posible mantener los niveles actuales de bienestar reduciendo progresivamente el tiempo de trabajo necesario para conseguirlo. Dicho en términos comerciales, la cuestión de fondo es si vamos a importar desde Europa las condiciones de explotación y miseria que se dan en otras partes del mundo o vamos a exportar al resto del planeta los avances sociales conseguidos en el Viejo Continente durante el último siglo.