lunes, 25 de octubre de 2010

RUBALCABA Y LA COMUNICACIÓN (O LA ESPERANZA DEL NUEVO GOBIERNO ZP)

La remodelación del Gobierno llevada a cabo por José Luis Rodríguez Zapatero me recuerda la que efectuó José María Aznar a medidados de 2002. Los medios de comunicación, que yo sepa, no han hecho mucho hincapié en este paralelismo y supongo que a los propios militantes y dirigentes socialistas nos les gustará mucho que les mencionen este parecido, pero el hecho es que existe. En primer lugar, porque el cambio de ministros se lleva a cabo después de una huelga general; y en segundo lugar, porque los cambios suponen la incorporación al Ejecutivo de aquellos "pesos pesados" con los que el Presidente quiere afrontar lo que le queda de legislatura.
El gran triunfador de la crisis de gobierno es Alfredo Pérez Rubalcaba, el hombre que dirigió la exitosa campaña de Rodríguez Zapatero hacia La Moncloa, el último superviviente de los gobiernos que presidió Felipe González. No sé si los lectores de ZD saben que Rubalcaba fue atleta en su juventud. Era velocista y llegó a correr los 100 metros lisos en una marca de 10,3 segundos. Pero en la política es un incombustible corredor de fondo, como esos políticos italianos que retornan una y otra vez a los puestos de mando.
Desde la Vicepresidencia Política, el Ministerio del Interior y la Portavocía del Gobierno, Rubalcaba acumula más poder que ningún otro ministro en los más de treinta años que llevamos de régimen democrático. Literalmente, Rodríguez Zapatero, se ha puesto en sus manos para que dirija las operaciones con vistas a las elecciones de 2012. ¿Será Rubalcaba capaz de elaborar los mensajes políticos que necesita ZP para darle la vuelta a las encuestas? Yo creo que sí elaborará esos mensajes, pero lo tiene muy difícil, porque su jefe ha cometido el peor de los errores, que es traicionar a su electorado. El desafío para él es apasionante y para quienes somos aficionados a seguir los acontecimientos de la vida pública se abre un periodo muy estimulante y puede que también muy divertido.

miércoles, 6 de octubre de 2010

FORRADOS DE ORO

Era costumbre antigua en España la de colocarse uno o varios dientes de oro como signo externo e indiscutible de riqueza y prosperidad. Con el paso del tiempo, sin embargo, el metal precioso ha perdido todo atractivo estético para el arreglo de dentaduras, pero sigue conservando todo su poderío como uno de los instrumentos predilectos para materializar o acumular la riqueza, especialmente cuando llegan las épocas de crisis. Un material que ha sido la medida de todas las cosas a lo largo de la historia universal. Relativamente fácil de extraer y fabricar, fácil de contar y de almacenar: pensándolo bien, resulta asombrosos el parecido entre un lingote y un ladrillo. Y hasta podríamos lanzarnos a especulaciones sobre qué se inventó primero, si los lingotes o los ladrillos.

Como estamos en época de crisis (también en época de capitales que buscan desesperadamente un lugar seguro y a resguardo de las miradas del fisco) el oro vuelve por sus fueros como valor refugio. Los “chiringuitos” dedicados a la compra de joyas, en los que invariablemente se ofrece pago al contado y en efectivo, han florecido como las setas. No habíamos visto cosa igual desde la época en que eclosionaron los videoclubes. Los telediarios han contado que ya hay quien ha instalado máquinas expendedoras para vender onzas de oro como quien vende chocolatinas.

Pero cuidado: no es oro todo lo que reluce. A los precios actuales (más de 1.300 dólares por onza) invertir en esta codiciadísima materia prima puede ser un ejercicio de alto riesgo, incluso ruinoso si las cosas vienen mal dadas. Con toda seguridad estamos ante una nueva burbuja especulativa (la burbuja perfecta, la ha llamado alguien) que puede estallar en cualquier momento. Mucho me temo que esté pasando lo mismo que cuando llegan los “rallies” alcistas en la Bolsa: cuando los índices marcan cada día nuevos récords y “roban” minutos en los telediarios, el final está peligrosamente cerca.

Los expertos recomiendan no invertir en oro físico, sino en fondos que utilizan la cotización de este material como activo subyacente. En todo caso, cualquiera que esté pensando en comprar participaciones de un fondo o acercarse a la máquina expendedora, debería darle un par de vueltas a los datos que caracterizan la situación actual. Desde 2002, según hemos podido conocer muertos de envidia por los que compraron a tiempo, el metal dorado ha multiplicado por cinco su valor. Eso significa que hace ocho años cotizaba a unos 260 dólares la onza. Pero resulta que hace treinta años, hacia 1980, se vivió otro episodio de fiebre especulativa que llevó la cotización a más de 800 dólares por onza. De modo que el precio actual puede tener aún un cierto recorrido alcista, pero el riesgo de “pillarse los dedos” y quedar atrapado durante un largo período de tiempo es muy elevado. Entre 1980 y 2002 la caída de precios fue de nada menos que el 67,5 por ciento. Y añádase a esa caída la inflación acumulada entre las dos fechas.
Otras inversiones son capaces de ofrecer rendimientos alternativos: si uno compra, por ejemplo, obras de arte, puede deleitarse contemplando su belleza en el salón de su casa; si compra bonos o acciones, puede ir recuperando parte del dinero invertido por la vía de los intereses o los dividendos; y si compra un apartamento en la playa o en la montaña, puede alquilarlo o disfrutar de cuando en cuando unos días de vacaciones. Pero el oro no se alquila y no tiene más utilidad que la de dejar pasar el tiempo a la espera de que otro esté dispuesto a comprarlo a un precio más elevado. Y no es imaginable que un inversor vaya cada día a la caja fuerte de su banco para pasarse un par de horitas sacando brillo a los lingotes. El oro es la quintaesencia de las inversiones con fines exclusivamente especulativos.

Puestos a atesorar en activos físicos, casi resultan más recomendables los billetes de 500 euros. Un lingote de 1 kilo viene a costar unos 32.500 euros. Ese mismo dinero, en los polémicos billetes morados, no llega ni a 100 gramos: mucho más portátil y, hasta cierto punto, más seguro como refugio. Porque la inflación deteriora poco a poco el valor de los billetes, pero el estallido de la burbuja puede llevarse de la noche a la mañana, como un viento huracanado, una gran parte del valor de los lingotes.