lunes, 27 de septiembre de 2010

¿ESTÁ JUSTIFICADA LA HUELGA GENERAL?

En las últimas semanas, a medida que se acercaba la fecha elegida para la protesta contra la última reforma laboral, hemos asistido a una intensa campaña de desprestigio contra los sindicatos españoles. Si nos tomáramos en serio lo que se ha escrito en algunos medios, deberíamos reclamar la urgente reforma de la Constitución para prohibir su existencia, puesto que al parecer se comportan como auténticas sabandijas que viven de chuparle la sangre al erario público y a sus propios representados.
La Presidenta de la Comunidad de Madrid ha cogido al vuelo la oportunidad de convertirse en la punta de lanza de esa campaña de desprestigio y no ha dudado en poner sobre la mesa el problema de los “liberados” sindicales como cortina de humo para ocultar otros problemas y otras actuaciones suyas que le hacen mucho más daño a la deseable cohesión social. Algunos medios han jaleado las intenciones de Aguirre asegurando que los 70 millones de euros que “cuestan” los “liberados” son “inasumibles”. Qué paradoja tan grande: no nos podemos permitir lo que nos “cuestan” los delegados sindicales, pero sí nos podemos permitir en cambio lo miles de millones que nos “cuesta” la demagógica supresión del Impuesto de Sucesiones. ¿Qué es más dañino para la igualdad y la cohesión social en Madrid: la existencia de 3.500 “liberados” sindicales o los “regalos” fiscales de la señora Aguirre a los más ricos de la región? Quizá vale la pena hacerse esa pregunta antes de decidir nuestra opinión sobre la huelga general que los sindicatos intentan sacar adelante.

Vale la pena también recordar algunos datos para subrayar el contexto socioeconómico en que se produce la convocatoria sindical. En el año 1995, según el Instituto Nacional de Estadística, el salario medio por trabajador en España se situaba en 2,789 millones de pesetas, que vienen a ser unos 16.800 euros en números redondos. Para mantener su poder adquisitivo, el salario medio tendría que haber sido el año pasado (último con datos disponibles) de unos 24.600 euros, pero se quedó en sólo 22.000. Es decir, que los asalariados españoles durante los últimos tres lustros han perdido poder adquisitivo a razón de casi un punto porcentual por año. Aunque las estadísticas siempre son manipulables, tengo la impresión de que en este caso no hacen otra cosa que confirmar la opinión generalizada que uno puede palpar en la calle. De hecho, la participación de los salarios en el reparto de la renta nacional ha caído unos cinco puntos en los últimos diez años y actualmente apenas supera el 45 por ciento.

A pesar de estos datos, las organizaciones empresariales y sus aliados no han dejado de culpar a los “altos costes laborales” por el aumento del desempleo y la presunta pérdida de “competitividad” de la economía española en el exterior. No han dejado de insistir en la necesidad de una reforma laboral que, en sus labios, sólo significaba más facilidades para el despido, indemnizaciones más baratas, más libertad para “descolgarse” de los convenios, etc. En resumen, menos obstáculos para explotar a la mano de obra asalariada y recomponer la tasa de ganancia de la clase empresarial.

El Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero –en un giro copernicano respecto de todas las promesas que había venido haciendo- ha tratado de dar satisfacción a las exigencias empresariales con la reforma que el Boletín Oficial del Estado ha publicado el día 18 de los corrientes. Como es lógico, la clase empresarial se muestra descontenta e insiste machaconamente en que la reforma es “insuficiente”. Porque lo que desearía la patronal española es disponer de una clase trabajadora sometida a las mismas condiciones de explotación extrema que hoy se dan en China: jornadas laborales de sol a sol, ausencia total de derechos políticos y sindicales, inexistencia de todo atisbo de negociación colectiva, aparatos del Estado siempre listos para reprimir cualquier protesta.

¿Qué podían hacer los sindicatos? Puede que la convocatoria del día 29 acabe siendo un fracaso, pero la resignación era y es un suicidio. Estamos ante el más grave recorte de derechos laborales sufrido por los trabajadores españoles desde la época de la Transición, un recorte que afecta incluso a un derecho constitucional como es el de la negociación colectiva. Pero, aun así, puede que la convocatoria sea un fracaso: quizá por miedo, quizá porque hoy en día pesa más la idea que nos hacemos de nosotros mismos como ciudadanos y como consumidores que como asalariados. Nos hemos vuelto muy consumistas y nos da pavor la sola idea de ver cómo nos descuentan un día de salario en las nóminas. En los próximos días, además, crecerá hasta hacerse ensordecedor el coro de voces invocando el sacrosanto derecho de acudir al trabajo cuando no se quiere hacer huelga. Somos de memoria frágil y ya no recordamos que todos y cada uno de los derechos laborales y sindicales que hoy existen se han conseguido tras pagar un alto precio en luchas y sufrimientos. De modo que si la huelga fracasa, o no se consigue reformar la reforma, el fracaso no será de los sindicatos –que a fin de cuentas no son otra cosa que la clase trabajadora organizada para defender sus derechos-. Será el fracaso de millones de personas –unas con empleo y otras en paro- que van a ver cómo empeoran sus condiciones de vida y de trabajo
Queridos

miércoles, 15 de septiembre de 2010

HAWKING Y LA CREACIÓN DEL MUNDO

Queridos lectores de ZD, aquí os ofrezco el texto de un reciente comentario que publiqué en Diario de Alcalá, inspirado por la noticia sobre el último libro publicado por el gran científico británico. Creo que el asunto está de actualidad, después de lo que hemos podido ver en los medios de comunicación sobre anuncios de quemas de coranes y otras calamidades que las religiones provocan sobre la faz de la Tierra. Intento ser respetuoso, pero no oculto la escasa consideración que me merecen las creencias religiosas.
Puede que alguno de ustedes no lo recuerde, pero en la primavera de 1966, antes de proclamarse campeón de Europa por sexta vez, el Real Madrid se cruzó con el Inter de Milán en semifinales. Aquello me tuvo muy deprimido durante muchos días. Como el Papa es el representante de Dios en la Tierra, y dada su condición de italiano –razonaba yo para mis adentros-, lo más seguro es que en sus oraciones interceda a favor del Inter y la eliminación del Madrid es cosa hecha. Para colmo, nosotros mismos, con nuestras humildes plegarias íbamos a contribuir a la presentida eliminación, puesto que cada día, en el transcurso de la misa, rogábamos al Altísimo por “las intenciones del Papa”.
Consulté mis temores con el más descollante aficionado local, capaz de recitar de memoria todas las alineaciones de los equipos de primera, y me dijo que, en efecto, la derrota de los madridistas era más que probable, pero no por la intercesión del Papa, sino por la intervención de un gallego llamado Luis Suárez, del que yo no había oído hablar en mi vida. Realmente, aquella fue una temporada de no muy grato recuerdo. Lo de menos era el miedo por la suerte de aquel Madrid al que llamaban “el equipo ye-yé”. Mucho peor era la obsesión que me asaltaba cada atardecer sobre el peligro de morir en pecado mortal, con el consiguiente castigo de irme derechito al Infierno a arder por toda la eternidad (¿ustedes han pensado alguna vez en las dimensiones de la eternidad?).
Estaba clarísimo -¿cómo dudar de una cosa tan evidente?- que los buenos se iban al Cielo y los malos al Infierno. ¿Pero cuál era aquella fina línea divisoria, aquel estrecho ojo de la aguja, que marcaba los destinos de unos y otros por toda la eternidad? ¿Cómo distinguir entre un pecado mortal y otro venial? Yo trataba de ser bueno, pero a veces perdía la cabeza y lo mismo le robaba las nueces a una vecina que me iba a por la espinilla de un rival con toda la intención del mundo…
Me costó unas cuantas primaveras más llegar a la conclusión de que nuestra religión católica, aun siendo la verdadera, no dejaba de ser un cuento chino, como todas las demás. Un cuento de terror muy apropiado para mantener sojuzgadas a las gentes de mentalidad infantil. Un cuento increíble que jamás podría ser aceptado por ninguna mente adulta, a pesar de esa misteriosa necesidad que siente el ser humano de creer en la existencia de un ser superior que lo ha creado todo. Debo confesar que me sentí muy reconfortado cuando descubrí el pensamiento de algunos filósofos, según los cuales “los hombres no son una creación de Dios, sino que Dios es una creación de los hombres”.
Uno de estos filósofos que niegan en redondo la existencia de Dios es el británico Stephen Hawking, quien publica estos días un nuevo libro –The Grand Design- coincidiendo con la visita del Papa al Reino Unido. Hawking es un hombre que sufre gravísimas limitaciones físicas, pero posee una de las grandes inteligencias de nuestro tiempo. Inteligencia privilegiada que le había llevado en el pasado a ser muy prudente en cuanto a la presunta incompatibilidad entre ciencia y religión, porque una cosa es llegar al convencimiento de que Dios –o el Gran Arquitecto, como queramos llamarlo- no existe, y otra bien distinta es demostrarlo científicamente.
Así que Hawking se ha tomado su tiempo antes de sostener negro sobre blanco, como hace ahora, que Dios no es el creador del Universo, afirmación que muy probablemente tendrá algo que ver con la necesaria promoción comercial de su libro. Pero ojalá sirva no tanto para provocar el regocijo en la exigua militancia atea como para sembrar la duda y la reflexión en las muy nutridas filas de la militancia religiosa. Porque lo más terrible de las religiones, lo más terrible de ese Dios creado por los humanos, es que sigue teniendo sojuzgada, en un estadio infantil, la mente de una buena parte de la humanidad. Lo más terrible es que en muchas partes del planeta hay millones de hombres que matan, o están dispuestos a matar, a otros hombres creyendo que cumplen un mandato divino.

viernes, 3 de septiembre de 2010

PRIMARIAS EN EL PSOE DE MADRID: HACIA UNA MISIÓN IMPOSIBLE

Hace quince años la izquierda perdió el gobierno de la Comunidad de Madrid. Estuvo muy cerca de recuperarlo en 2003, pero una conspiración de ramificaciones nunca del todo desveladas –el “Tamayazo”- lo impidió.
Ahora estamos casi a las puertas de un nuevo proceso electoral y los máximos dirigentes del PSOE –en realidad, Rodríguez Zapatero en consulta exclusiva con su almohada y sus encuestas- creyeron haber encontrado un mirlo blanco en la persona de Trinidad Jiménez. La Ministra de Sanidad puede que lo haya hecho bien como titular de un departamento ministerial tan importante, pero lo hizo bastante mal como candidata a la Alcaldía de Madrid frente a un “peso pesado” como Ruíz Gallardón.
En mi modesta opinión, Jiménez sigue sin resolver sus carencias políticas de fondo. El otro día, según los medios de comunicación, se negó a un debate público con su rival alegando que “Bono y Zapatero nunca tuvieron un debate público cuando se enfrentaron en unas primarias”. Puede que sus palabras fueran mal interpretadas o mal recogidas en las crónicas, pero esa frase, por sí misma, demuestra el barullo mental al que suele se propensa esta mujer de insobornable vocación política. Porque, primero, Zapatero y Bono nunca se enfrentaron en unas primarias, sino en un congreso del partido convocado para elegir nueva dirección; y, segundo, sí que protagonizaron un debate público cuando hubieron de defender sus propias candidaturas ante los delegados. Confundir un congreso con unas primarias es grave, tan grave como creer que un partido es una maquinaria electoral que puede gobernarse a base de encuestas e intuiciones o caprichos del líder indiscutible.
A Tomás Gómez, el hombre que ha tenido el coraje o la ambición de obedecer a su propio instinto en lugar de dejarse manejar como un muñeco por su mentor, podría aplicársele una de las famosas “leyes de Murphy”: que todos tendemos a ir subiendo hacia nuestro propio nivel de incompetencia. En general, la gente que hace bien su trabajo –al parecer Gómez lo hacía bien como alcalde de Parla- acaba siendo recompensada con un ascenso en la escala jerárquica de su organización. Gómez pasó de alcalde a Secretario General del Partido Socialista de Madrid por voluntad soberana del Secretario General del PSOE y de los militantes madrileños. Y ahí se topó de pronto el joven alcalde con su nivel de incompetencia. En primer lugar, porque no era diputado regional y esto dificultaba sobremanera su confrontación con Esperanza Aguirre; y, en segundo lugar, porque la ultraliberal Aguirre resulta poco menos que imbatible, dada su popularidad y la contundencia de su discurso.
Tomás Gómez no logrado consolidarse como una alternativa creíble al poder del PP en la CAM, pero se había ganado el derecho a competir con Aguirre y el empeño de Rodríguez Zapatero por apartarlo de la carrera electoral, con argumentos impresentables, es una cacicada. Pero el problema de la izquierda en Madrid no es una cuestión de candidatos, es una cuestión de sociología. Y el más esclarecido de los aspirantes posibles –Alfredo Pérez Rubalcaba- lo ha comprendido con tanta nitidez, que dijo rotundamente no cuando algunos alcaldes fueron a sondearlo.
La prosperidad económica de las últimas décadas ha propiciado un fuerte crecimiento de la clase media y las capas sociales más acomodadas. Tres cuartas partes de la población ocupada están en el sector servicios y eso significa la paulatina desaparición de la clase trabajadora. Incluso los que objetivamente pertenecen a esta clase social, que era el vivero tradicional de votos para la izquierda, tienden a considerarse a sí mismos como miembros de la jaleada, cortejada, castigada y deseada clase media. Y cuanto más crece el sentimiento de pertenecer a una clase más elevada, más crece la aversión a las políticas de igualdad y solidaridad que podría impulsar la izquierda.
A mí no me cabe ninguna duda de que las políticas de Aguirre –las que practica y las que practicará- provocan un aumento de las desigualdades sociales. Pero la mayoría sociológica de Madrid respalda esas políticas en las urnas, quizá porque piensan que ellos no estarán del lado de los perjudicados o porque la izquierda no ha sabido encontrar el discurso adecuado para contrarrestar el avance de la fe liberal. El caso es que estamos muy lejos de aquellas cómodas mayorías izquierdistas que permitieron a Joaquín Leguina gobernar la Comunidad de Madrid durante tres lustros.
Y así llegamos a la conclusión de la misión imposible a la que van a enfrentarse Gómez o Jiménez: ni cada uno por su cuenta ni unidos tienen la capacidad de arrastre necesaria para desbancar a Aguirre. Tendría que ocurrir algo extraordinario que provocase un voto de castigo hacia la Presidenta de la CAM, pero no parece que vaya a caer esa breva.