viernes, 20 de agosto de 2010

MAL SI GASTAMOS, PERO PEOR AÚN SI AHORRAMOS

Queridos lectores: Una nueva entrada con la economía como fuente de inspiración, después de varias semanas en que tuve que atender otros reclamos más urgentes.


La última y exitosa colocación de letras por parte del Tesoro español ha sido recibida casi con alborozo en ciertos ámbitos políticos y económicos. Dado que los responsables de la hacienda pública han logrado colocar todo lo que querían a una tasa del 1,89 por ciento, se supone que el aliento de ese monstruo insaciable al que llamamos “mercados” está alejándose de nuestros cogotes.
Pero nunca llueve a gusto de todos y, a pesar del éxito rotundo, algunos medios informativos han calificado la citada tasa como “muy elevada”. Una afirmación que produce asombro y perplejidad, porque ese interés anual del 1,89 está bastante lejos de lo que sería necesario para compensar a los ahorradores por el mordisco de la inflación contra el poder adquisitivo de su dinero. En efecto, la primera y fundamental preocupación de alguien que decide no gastar y ahorrar una parte de sus ingresos es guarecerse del alza de los precios, tan amenazante siempre como un mal nublado. Esta búsqueda de un refugio seguro es una de las razones que alimentaron la burbuja inmobiliaria y puede que esté también en el origen del espectacular florecimiento que están experimentando los chiringuitos dedicados a la compraventa de oro.
La deuda pública ha sido tradicionalmente un refugio bastante seguro y rentable, pero en vista de las últimas subastas del Tesoro la pregunta que cabe hacerse es la siguiente: ¿Es siquiera imaginable que alguien le preste un servicio a alguien a cambio de una retribución que, en la práctica, signifique perder dinero? Pues justamente eso es lo que les está ocurriendo hoy en día a los ahorradores que le prestan dinero al Estado español. Quizá debiéramos recompensarles concediéndoles el título de benefactores sociales, puesto que prestarle a la hacienda pública viene a ser como prestarle al conjunto de la sociedad.
Diez mil euros invertidos en letras a un año generan un rendimiento bruto de 189 euros, que se quedan en 153,09 después de liquidar el impuesto sobre los beneficios del capital. Pero resulta que esos diez mil euros, al cabo de un año, se han convertido, por causa y efecto de la inflación, en algo menos de 9.800. De modo que nuestro ahorrador/benefactor sufre un deterioro de cuando menos 50 euros en el valor real de su patrimonio.
¿Qué podemos hacer? ¿Deberíamos comportarnos como la cigarra de la fábula famosa? Si quieren que les diga la verdad, no tengo respuesta porque no soy economista y sólo me limito a señalar un dato objetivo: hace años comprar letras del Tesoro era un negocio aceptable, pero a día de hoy es una ruina. Puede que siga siendo una opción muy rentable para las entidades financieras, que manejan un dinero que no es suyo y por el que no pagan nada a los depositantes, pero no para el ciudadano de a pie.
Algo hay que ahorrar, supongo, pese a todo. Pero no demasiado, porque entonces se agravará la crisis por falta de demanda, según nos advierten los entendidos. Pensando en todo esto, uno llega a la conclusión de que la actividad económica es casi tan mortal como la vida misma. Mortal y muy delicada: si le subimos la temperatura a base de consumo, se gripa como un viejo motor sin lubricante; pero si le aplicamos el refrigerante del ahorro acaba constipándose como alguien demasiado expuesto a las corrientes de aire acondicionado.

El acuerdo general es que la maquinaria necesita una cierta temperatura, un cierto nivel de inflación, para funcionar adecuadamente, aunque el incremento de los precios se coma una parte de nuestros patrimonios. Pensándolo bien, los que de verdad se merecen el título de benefactores sociales son los esforzados emprendedores del gremio de la hostelería. Hace nueve años, antes de la puesta en circulación del euro, nos servían una caña por 125 pesetas. Ahora, la misma cantidad de nuestro refrigerante favorito nos cuesta unos 2 euros, lo cual significa una subida del 165 por ciento. No hagan la cuenta de cuánto han subido los salarios en el mismo periodo: se van a sentir tan deprimidos como si hubiéramos caído en las fauces de ese otro monstruo al que llamamos deflación.

P. D. Quiero decirle al amigo Palmiro, que me envió un comentario a la entrada anterior, que no he leído "El crash de 2010". A ver si tengo tiempo para hacerlo, aunque soy un lector bastante vago y muy lento.