jueves, 24 de junio de 2010

¿EL ESTADO DEL BIENESTAR YA NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA?

Queridos lectores de Zulema Digital: después de muchos días de ausencia,os ofrezco hoy el texto de un artículo que publiqué estos días de atrás en "Diario de Alcalá". Vivimos tan malos tiempos para la lírica que hasta el programa con el que se edita este blog parece haber sufrido recortes: Ahora no me ofrece la posibilidad de variar el tamaño de las letras y tampoco me deja escribir las negritas con que solía iniciar cada párrafo. Puede que todo sea consecuencia de una pura torpeza mía. Bueno, en todo caso creo que el texto que escribí tiene al menos la virtud de la oportunidad.
Una de las afirmaciones favoritas de los partidarios del ajuste fiscal a machamartillo es que la crisis nos ha hecho a todos más pobres después de haber vivido, cual pecadores empedernidos, “por encima de nuestras posibilidades”. Lo han defendido en estas mismas páginas algunas de las cabezas alcalaínas mejor amuebladas: el Director de Diario de Alcalá y los Catedráticos Manuel Peinado y José Morilla.
Es muy posible que lleven razón, pero en ese caso habría que hacer el esfuerzo de identificar con más precisión a los culpables, aunque sólo sea por evitar en lo posible que, como nos advierte la sabiduría popular, acaben pagando justos por pecadores. ¿Acaso han vivido por encima de sus posibilidades los cinco o seis millones de pensionistas que van a ver congeladas sus pensiones? No parece que pueda afirmarse tal cosa en vista del superávit que la Seguridad Social venía presentando a lo largo de los últimos ejercicios, superávit que permitió acumular en el Fondo de Reserva (la famosa “hucha de las pensiones”) una cantidad que a día de hoy debe de rondar los 65.000 millones de euros.
Otra cosa distinta es que el sistema público de pensiones, como un gran transatlántico que se dirige a puerto, necesite una vigilancia permanente y ciertas correcciones para no desviarse del rumbo trazado. Para eso se creó el Pacto de Toledo, cuyos principios fundacionales están en las antípodas de la actual política consistente en adoptar medidas a la desesperada.
¿Han vivido por encima de sus posibilidades las Administraciones Públicas? Puede que sí, pero no debemos olvidar una cosa: es esencial que el Estado, como agente económico poderosísimo que es, actúe un poco a la contra del ciclo. Es decir, el Estado debe gastar e invertir más cuando el sector privado cae en la atonía o la depresión y ahorrar en los periodos de bonanza. Esta máxima, con su teoría del equilibrio a lo largo del ciclo, la aplicó con singular maestría Pedro Solbes durante los dos periodos en que estuvo al frente del Ministerio de Economía. Esa claridad de ideas y firmeza en el manejo del timón nos llevó a reducir nuestra deuda pública a menos del 40 por ciento del PIB y a conseguir al menos un par de ejercicios con superávit presupuestario.
Es verdad que ahora sufrimos un déficit altísimo y un nivel de deuda que crece rápidamente, aunque todavía estamos lejos –y esto no lo destaca casi nadie- del nivel de deuda que teníamos cuando se pactó el plan para poner en marcha la moneda única. Por tanto, yo creo que el Reino de España puede hacer frente sin demasiados apuros a los mayores compromisos de pago que se derivan de ambas cosas. Téngase en cuenta que los dos grandes motivos del aumento del déficit han sido la caída de ingresos provocada por la crisis y el aumento del gasto en protección a los desempleados. ¿Deberíamos acaso cortar o eliminar esa ayuda a la parte de la población más castigada por el batacazo en la actividad económica?
Insisto, pues, en que el Reino de España, con los datos objetivos en la mano, puede pagar los gastos adicionales que conlleva el mayor nivel de endeudamiento. Aportaré un par de datos: en la última subasta de Letras del Tesoro el tipo de interés quedó establecido en el 1,69 por ciento; y en la última de Bonos a tres años se situó en el 3,39 por ciento. Si además tenemos en cuenta que estamos en una inflación interanual de casi el 2 por ciento, se imponen dos conclusiones: la primera, que la confianza en la solvencia de España es mucho mayor de la que están pregonando ciertas instituciones y ciertos medios de comunicación demasiado proclives al catastrofismo; y la segunda, que en el sistema financiero hay liquidez sobrada para sostener las actuales emisiones de deuda pública.
¿Cuál es el problema de fondo, entonces? A mi juicio, el problema de fondo aquí y ahora, y aun teniendo en cuenta la necesidad de reformas a largo plazo, es el comportamiento caprichoso de los mercados y el fundamentalismo enloquecido en que han caído algunos dirigentes europeos y mundiales. Un ejemplo palmario de ese fundamentalismo es la propuesta –asumida por el PP en España- de prohibir por ley la existencia de déficit público, que viene a ser algo así como si a los ciudadanos nos prohibieran por ley comprar a plazos los bienes que necesitamos para nuestra vida cotidiana.
Veamos, por otra parte, el caso de Alemania. Tiene más deuda que España (aunque menos déficit), pero, como es Alemania y como en el sistema financiero hay dinero de sobra, los inversores parecen dispuestos a financiarle esa deuda prácticamente gratis. Ese es el resultado de la consigna generalizada de “vender España y comprar Alemania”. Y en este contexto ¿qué sentido tiene que un país sin acuciantes problemas de deuda ni de déficit, y que además obtiene financiación casi gratis, anuncie unos drásticos recortes presupuestarios que nos hundirán a todos un poco más en el pozo de la recesión? Sólo el sentido de “enviar señales” a los mercados, es decir, lo mismo que hacían nuestros antepasados en la noche de los tiempos: sacrificios propiciatorios para calmar la ira y recuperar la confianza de los dioses.
Otro problema de fondo es que la izquierda política –Rodríguez Zapatero en España-, en lugar de atarse al mástil de la tradición socialdemócrata, se ha dejado engatusar, arrebatar o asustar por los cantos de los fundamentalistas. Estos últimos actúan con el viento a favor, porque llevan escrita en sus genes ideológicos la consigna de “más mercado y menos Estado”, de modo que se sienten muy cómodos dejando que sean los mercados, y no los representantes de la soberanía nacional, los que marquen el ritmo de los ajustes necesarios.
Lo que la izquierda política parece haber olvidado es que a los mercados hay que regularlos, vigilarlos, combatirlos y, llegado el caso, maniatarlos, puesto que a veces se salen de madre y no muestran en su comportamiento más cordura que la de los locos de atar. Plegarse a las exigencias fundamentalistas y tratar de “calmar a los mercados” a base de recortar los salarios y eliminar los derechos sociales es renunciar a las ideas y principios esenciales que han inspirado el proyecto socialdemócrata a lo largo de todo el Siglo XX. Y es aceptar la gran mentira que tratan de vendernos: que todos hemos vivido por encima de nuestras posibilidades.
Algunos pensadores señalaron hace dos décadas que el siglo anterior se había acabado con la caída del Muro de Berlín; e incluso pronosticaron que esa caída se llevaría por delante no sólo a todo el bloque de países comunistas, sino también al proyecto socialista o socialdemócrata en todo el mundo. A lo peor es cierto que esa sombría profecía se está cumpliendo, que nos estamos quedando sin izquierda política, que ya no tenemos grandes líderes de masas capaces de ( o dispuestos a ) subir a las tribunas públicas para recordarnos lo mismo que la alemana Rosa Luxemburgo: socialismo o barbarie, compañeros.