lunes, 9 de noviembre de 2009

DON QUIJOTE, EL MURO, LAS BELLOTAS Y LA MAGDALENA DE PROUST

Por el título que le pongo a estas reflexiones, alguien no muy misericordioso podría pensar, en este lunes 9 de Noviembre de 2009, que lo que yo tengo es una considerable empanada mental, provocada quizá por un desayuno algo indigesto. Y sí, algo de razón tendría quien tal pensara porque la confusión y la desorientación han sido notas características en la evolución de la izquierda (también en la evolución del mundo entero) durante los veinte años transcurridos desde la caída del Muro de Berlín, aquel muro llamado "de la vergüenza".
Al recordar el nombre que se le dio a aquella obra siniestra comenzada por sorpresa en una madrugada aciaga de hace 48 años, me pregunto por qué no llamamos "muro de la vergüenza" al que construyen los isaraelíes para liquidar toda esperanza del pueblo palestino, por qué no llamamos "muro de la vergüenza" al que nosotros mismos hemos construido en nuestra frontera sur con África, por qué no llamamos "muro de la vergüenza" al que han construido los americanos en su frontera sur con México. Por qué a los que conseguían saltar el Muro de Berlín se les acogía al otro lado con los brazos abiertos y por qué a los que consiguen saltar los muros que nosotros hemos levantado lo que les espera es todo el aparato represivo del Estado, comenzando por las metralletas (o los fusiles de la Asociación Nacional del Rifle) en ristre.
¿Dónde estaba usted cuando cayó el Muro de Berlín? He tratado de recordarlo pensando en que, al salir a la calle, algún reportero enviado a hacer un trabajo de urgencia podría hacerme esa pregunta. Pero no lo he conseguido, mientras que sí puedo recordar perfectamente dónde estaba en la tarde del 23-F, en la tarde del 11-S o en la mañana del 11 de Marzo de 2004. Y el caso es que, desde un punto vista histórico, la caída del Muro tuvo más repercusión que cualquiera de esas otras fechas. Fue la confirmación, por si alguien no lo tenía claro ya a aquellas alturas, de que el sistema comunista era inviable. Y no sólo por la dictadura asfixiante en que había degenerado, sino por algo que afectaba a los propios fundamentos filosóficos del sistema: la imposibilidad de construir una economía eficiente y competitiva sobre la base de la propiedad colectiva de los medios de producción. Falta de libertad, violación continua de los derechos humanos y ausencia de estímulos individuales para ser más productivos fueron los ingredientes del cóctel que causó la ruina total de aquella gran esperanza que había nacido con la Revolución de Octubre 70 años atrás. Para las mentes más lúcidas de la izquierda, sin embargo, esa esperanza había dejado de existir varias décadas antes de que los berlineses del Este y el Oeste decidieran abrazarse encaramados a aquel Muro que les había dividido durante más de un cuarto de siglo.
Propiedad privada sí o propiedad privada no. Este vigésimo aniversario del comienzo de la unificación alemana me ha cogido leyendo El Quijote y me ha hecho recordar unas palabras que el valiente caballero les dirige a unos cabreros que acaban de invitarle a una cena a base de bellotas:
-"¡Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío! Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes"...Y siguió un buen rato, el caballero, con una larga y asombrosa perorata. Marx había leído El Quijote, pero quizá no prestó mucha atención a este pasaje ideado por el descreído Cervantes. Si lo hubiera hecho, habría comprendido cuán lejana e irrecuperable era aquella edad, presuntamente venturosa, en que todas las cosas eran comunes. El propio escritor alcalaíno relata que "toda esta larga arenga... dijo nuestro caballero, porque las bellotas que le dieron le trujeron a la memoria la edad dorada". Está claro que la magdalena de Proust -y los recuerdos que provoca en el autor- no se habrían convertido en el desayuno -o la merienda- más celebrados de la historia de la literatura si los especialistas hubieran caído en la cuenta de que su invención estaba ya inventada. Pero, ¿cómo poner al mismo nivel el glamour de los recuerdos provocados por una magdalena en un hijo de la alta burguesía que veranea en una playa de Normandía con las prosaicas bellotas recolectadas por unos cabreros analfabetos? También en la literatura ha habido y sigue habiendo clases.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Ay! Aquellas magdalenas bien metiditas en harina, que cosa mas rica.
Aunque Proust las mojaba en el té; a mi me gustaban mas con un tazón de café con leche.

Los muros mas peligrosos están en la mente humana.